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A 40 años, la historia del emblemático abogado que enfrentó al régimen militar en Santiago

A 40 años, la historia del emblemático abogado que enfrentó al régimen militar en Santiago

 

Este 13 de marzo se cumplen 40 años del secuestro de Luis Alejandro Lescano, uno de los 14 desaparecidos santiagueños en democracia, antes del golpe militar de 1976. A sus 64 años, fue levantado de la vereda de la Plaza Sarmiento. Era defensor de presos políticos, y había denunciado sistemáticamente las injusticias de los gobiernos peronistas, radicales y militares.

 

Por Ernesto Picco*
Especial para Noticias del Estero
Lescano colgó el teléfono del Jockey Club y lo que le dijo la mujer del otro lado de la línea continuó siendo un misterio durante cuarenta años. Algunos opinan que había sido un pedido secreto para atender el caso de un preso político. A Lescano le llegaban todo el tiempo: alguien le acercaba un nombre en un papelito, o lo buscaban con un llamado sorpresivo como el de esa tarde, y el acudía al rescate en la cárcel o alguna comisaría.
Otros creen que Rosa Cuevas, la profesora de historia de la Escuela Centenario que lo había llamado mientras caía el sol de ese sábado 13 de marzo de 1976, le había dicho que tenía información sobre Ana María, la hija de Lescano, que había desaparecido hacía poco más de dos meses.
En mayo de 2012, siendo ya una anciana, al enfrentar al tribunal de la Megacausa de Derechos Humanos, la mujer dijo otra cosa: que durante un tiempo había compartido “una breve relación privada” con Lescano. En un relato extraño de su último encuentro, dejó más dudas que certezas.
La noche en que lo secuestraron, los amigos de Lescano lo vieron salir del club antes de lo previsto. Todos sabían que los sábados y domingos se encontraba religiosamente en el Jockey, frente a la plaza Libertad. Ahí se juntaban médicos, abogados, comerciantes y militares. Algunos jugaban al bridge por el café. Los más audaces jugaban a la loba por plata. Lescano era de los segundos. Ese tarde, después de atender el llamado, salió a la vereda, se subió a un taxi y se perdió por la calle Independencia. No se percató de que lo seguía un Fiat 128 amarillo.
Cuando salió apurado a la calle, nadie se preocupó por él. Lescano llevaba siempre un revólver enfundado en una cartuchera, y era famoso por haber resuelto varias discusiones a las piñas. Pero ahora iba rumbo a la emboscada en desventaja.
Once días antes del golpe militar, en Santiago ya había trece desaparecidos y más de cuarenta presos políticos. Todos eran jóvenes. El abogado de sesenta y cuatro años era un objetivo diferente. Los que querían ver muerto al viejo Lescano, lo habían estado espiando por más de veinte años.

Lescano

 

En la terraza de la esquina de Pedro León Gallo y Garibaldi se amontonaban cabritos a decenas. En esa casa, a cuatro cuadras del centro de la ciudad, vivía Lescano, y con eso le pagaban. También con lechones o gallinas. Sus clientes venían del interior y hacían cola para entrar en su estudio en la calle Moreno 244. El atendía los casos que ninguno de sus colegas quería: campesinos y militantes sin espaldas ni dinero.
Los Lescano eran una familia que a principios de siglo XX tenían un muy buen pasar: un enorme campo en La Banda, pegado al río, había sido el hogar donde Luis Alejandro había pasado su infancia junto a sus ocho hermanos. El más compinche era Edmundo, tres años mayor que él. Se habían ido juntos a estudiar a Córdoba en los años 40, donde además de recibirse uno de abogado y el otro de médico, se hicieron radicales. Luis fue dirigente de la juventud, y diputado durante el primer gobierno de Carlos Juárez, a principio de los 50. Pero para esa época sus contactos políticos iban ya mucho más lejos.
El 16 de octubre de 1952 recibió en su casa a Sara Raier, una dirigente comunista que había sido delegada argentina en el Consejo Mundial de la Paz, un foro impulsado por el partido donde obreros, intelectuales, artistas y científicos de todo el mundo se manifestaban en contra de la guerra y el imperialismo, en los albores de la guerra fría. En septiembre de ese año, Lescano había sacado de la cárcel a Emilio Iturraspe, un comunista santiagueño que había pedido su ayuda. En reconocimiento, Raier se acercó junto a otros dos dirigentes del partido a invitarlo al encuentro que en diciembre se haría en Viena, donde el principal invitado era el francés Jean Paul Sartre.
En la delegación local de la Policía Federal le negaron el pasaporte, pero Lescano lo consiguió igual por contactos en Buenos Aires, y pudo viajar a Austria.
Cuando en 2004 las organizaciones de derechos humanos abrieron las carpetas del servicio de inteligencia juarista, tras el derrumbe del régimen, descubrieron que Lescano había sido uno de los primeros santiagueños en ser espiados por la policía. Un perfil tipiado a máquina, acompañado por numerosos recortes de diarios, daba detalles de su viaje a Viena, sus reuniones con los comunistas, su actividad política y su trabajo como abogado. También de sus problemas con la ley. Que los había tenido, por su muy personal sentido de la justicia.
Dos veces estuvo preso por desorden. En el 54, por reventarle el ojo a un cuidador del Pasaje Tabycast que había piropeado a una de sus hijas. En el 64 lo detuvieron en la Legislatura, por insultar a los diputados desde la barra, a los que había denunciado por una ley de compra de maquinarias por parte del Estado que él consideraba fraudulenta. Gobernaba entonces su correligionario Benjamín Zavalía. Como Lescano había sido diputado, le dieron el privilegio de pasar el arresto de tres días en la biblioteca de la Cámara, donde le pusieron un catre para dormir y una mesa para recibir a los clientes de su estudio.
Enfrentó al gobierno muchas veces más. Ya en plena dictadura militar, representó a fines de los 60 a los vecinos de la Villa Río Hondo que habían sido desplazados para construir el dique El Fontal. También denunció al Estado cuando se privatizó la tómbola santiagueña. El 11 de junio de 1970 publicó una nota en El Liberal, donde explicaba el problema. El jefe de redacción era Jota Jimenez, radical y amigo de Lescano, que lo dejaba publicar de cuando en cuando, a pesar de ser una voz que hacía ruido en las altas esferas santiagueñas.
En un largo texto a cuatro columnas y página completa, Lescano decía: “No va esto en el perjuicio de jugar o no jugar (que juegan o jugamos todo o casi todo el mundo), sino que esta irregular concesión de la quiniela oficial otorga beneficios y privilegios particulares a banqueros en perjuicio del patrimonio público”.
Durante el breve regreso a la democracia, hizo denuncias aún más graves al gobierno juarista. Lescano no titubeaba ante la inmoralidad. Arremetía. Cuando comenzaron las detenciones a jóvenes militantes en los 70, los casos eran tomados por abogados comunes y corrientes. Pero mientras los manotazos de ahogado del peronismo se volvían más violentos, todos empezaron a dejar a sus defendidos: él fue el único que quedó, recorriendo cárceles y comisarías.
La última vez que entró al Penal de Mujeres, en diciembre del 75, se paró frente a Cristina Torres, que por entonces tenía veintidós años y llevaba once meses detenida. Le hizo una advertencia premonitoria a ella, para que se la transmitiera a sus compañeras: “Prepárense, porque ahora se va a venir todo mucho más duro”.

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La noche en que lo secuestraron, los amigos de Lescano lo vieron salir del Jockey Club antes de lo previsto.

 

La última Nochebuena, una llamada en la casa de los Lescano anunció la tragedia: “Malas noticias, avisale a tu padre que la mataron a Ana María”. Luis Alejandro tenía cinco hijos. Jorge, el más chico, tenía 17 años y era el que había atendido el teléfono. En Santiago vivían otros dos varones, Otumpa y Chacho. El último ya llevaba su tiempo incorporado al radicalismo y trabajaba como secretario de su tío Edmundo, que había sido diputado nacional. Cuatro años antes, Chacho había quedado cuadripléjico en un accidente de autos. En ese momento los médicos le habían pronosticado dos días de vida, pero sobrevivió treinta y un años. Quedar postrado en una silla de ruedas no le impidió convertirse, poco tiempo después, en uno de los políticos santiagueños más destacados de su generación.
Las dos hijas mujeres habían dejado el hogar paterno y también tenían activa participación política. Blanca estudiaba en Córdoba y militaba en el peronismo de base. Luego recalaría en Salta, donde se establecería definitivamente, y participaría luego como querellante en juicios de derechos humanos.
Ana María, que se había ido de Santiago en el 69, ostentaba un alto rango militar en el Ejército Revolucionario del Pueblo. Había caído presa en el 72, cuando participaba en el intento de secuestro de un auto en Córdoba. Estuvo más de un año en la cárcel de Devoto, hasta que salió en libertad con los indultos del presidente Cámpora. Al poco tiempo pasó a la clandestinidad y el 23 de diciembre de 1975 participó del asalto al Batallón de Arsenales 601 en Monte Chingolo. El operativo era para apoderarse del armamento del lugar, pero fue la última y más sangrienta de las batallas del ERP. Más de sesenta guerrilleros murieron en combate y otros treinta fueron detenidos y ejecutados por los militares.
Aquella noche, veinticuatro horas después de la masacre, la voz en el teléfono de los Lescano era de un compañero que había sobrevivido, y estaba dando aviso a los familiares: les dijo que Ana María había sido capturada mientras intentaba evacuar a uno de los veinticinco heridos que pudieron escapar. A principios de los 80, su cuerpo fue hallado por Prefectura en el Riachuelo. Estaba atada con alambre al cadáver de un varón. Los dos con los ojos vendados y el torso acribillado a balazos.
Mientras Ana María había estado detenida en Devoto, su padre le envió dos cartas en las que le hablaba de la situación política. Su hermana Blanca recuerda que “le pedía que se preserve, a ella y a su gente”. Le escribía que “las luchas por los procesos de liberación eran luchas largas y no había que arriesgar a las mejores personas de esa generación”.
A cada una en su momento, a Blanca y a Ana María, Lescano les había dicho lo mismo: “Hija, no importa la camiseta que te pongas, mientras estés con la causa popular”.
Aunque lo respetaban, algunos de sus correligionarios radicales miraban a Lescano con desconfianza. Lo acusaban, entre murmullos, de comunista. Y con el juarismo fue peor. A Jorge, el hijo menor, lo levantaron de la calle varias veces para amedrentar a su padre. “Me llevaban a la comisaría a la noche, y me largaban a la mañana – relata el más joven de los hermanos Lescano – me metían unos cuantos cachetazos, unas piñas en la panza y se decían entre ellos este es hijo del viejo hijo de puta que defiende a los zurdos”.
Lescano denunció estas detenciones ante la justicia. Pero era la justicia juarista. Y ahí se cerraba el círculo en sí mismo. Las denuncias no iban a ningún lado. “Todas las presentaciones judiciales que hacía mi papá por mis detenciones han desaparecido”, relata Jorge. La persistencia de Lescano con la que otros gobiernos habían convivido, ya no sería tolerada en los años que siguieron.

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En el Penal de Varones, los presos lo nombraban casi con cariño. “Ahí viene ratón de molino”, decían cuando Lescano se abría paso entre los policías. Ya llevaba la cabeza toda blanca de canas. La nariz y la boca pequeñas se le estiraban hacia afuera de la cara, como si estuviera olfateando algo. Por esos años Lescano era un abogado muy conocido entre los jóvenes, porque sabían que en los años de la dictadura de Lanusse había logrado sacar a varios de la cárcel. Aunque en 1975 la situación era muy diferente. Luis Garay, que era uno de los presos que lo veían visitar el Penal, recuerda: “Ya en esa época de la parte legal hablábamos poco y nada. El venía más que nada a controlar en qué condiciones nos tenían y a traernos la información que podía de lo que pasaba afuera”.
Mientras los abogados puestos por las familias de los jóvenes presos iban abandonando los casos por la presión política y policial, el PRT se encargaba por su cuenta de darle algunos nombres a Lescano, y el acudía a verlos.
Cuando se presentó ante Cristina Torres en el Penal de Mujeres, ella sabía quién era él, pero nunca habían hablado personalmente. Su abogado, Carlos Vergottini, había sido amenazado de muerte y había soltado su caso. Era septiembre del 75. “Yo no sabía quién lo mandaba – relata Cristina – él había conseguido los permisos para entrar al Penal, porque antes para reunirte con tu abogado tenías que ir a Fiscalía. El venía siempre a ver cómo estaba yo. En el Penal todos lo respetaban, le decían si doctor, pase doctor. Tenía una personalidad muy fuerte”.
En los primeros meses de su detención, Cristina Torres ocupaba una celda en aislamiento que estaba como nueva. El edificio del Penal de Mujeres había sido inaugurado un año antes en un acto encabezado por Juárez y su esposa Nina. En octubre, aún en democracia, el Ejército se hizo cargo de las cárceles. La situación cambió y la trasladaron a un pabellón común. “Ya no nos dejaban tener cartas, no podías llamar por teléfono y rara vez te permitían recibir visitas”, relata.
En el Penal había otras cuarenta mujeres, de las cuales la mitad eran presas políticas. Las demás estaban presas por robo o contravenciones. Todas estaban vestidas como el día que las habían detenido. Cuando andaban en el patio, se calculaban a ojo cuanto tiempo llevaban presas según cuan desgastada tenían la ropa.
Allí Cristina trabó amistad con dos tucumanas, de 17 y 18 años, que le contaron que habían sido detenidas por la policía en Las Termas. Que sus familias no sabían dónde estaban, y que no tenían cómo comunicarse con el exterior. Al poco tiempo, fue testigo de la parte más oscura de su situación. Hoy cuenta: “No eran presas políticas. Los viernes las llevaba gente del Side y las devolvían al Penal el domingo a la noche. Volvían muy maltratadas. Se las llevaban para el divertimento de los soldados y los policías”.
En noviembre, una de ellas se animó a decirle a Cristina: “¿Tu abogado podrá pedir por nosotras?”. En el último encuentro que tuvieron, en la salita de la administración del Penal donde los dejaban reunirse, Lescano oyó de boca de su defendida la historia de las tucumanas. Fue el mismo día que él le advirtió que la cosa se estaba poniendo peor. Al poco tiempo, la mayoría de las presas políticas ya habían sido aisladas, esta vez en pequeños calabozos. Allí no tenían contacto con otras personas. Las únicas señales que Cristina tenía del mundo exterior eran las voces y los pasos de los guardias, y a veces el sonido de un viejo televisor que tenían cerca de los calabozos: “Ahí escuché, en algún momento, que en el noticiero decían que había sido secuestrado el doctor Lescano”. Sólo pudo confirmar su desaparición muchos años después, cuando salió en libertad. También supo, con el tiempo, que el abogado había logrado rescatar a una de las tucumanas de la cárcel y otra vez, obstinadamente, había denunciado el caso ante la justicia y la opinión pública.

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Fue la propia Rosa Cuevas quien, entrada la noche del 13 de marzo, avisó por teléfono al Comando Radioeléctrico que alguien se había llevado a Lescano, mientras charlaban en un banco de la Plaza Sarmiento. A siete cuadras del Jockey, era todavía un rincón oscurecido por la sombra de árboles altos y tupidos. Allí la calle Independencia se convertía en avenida y se alejaba rumbo al sur, donde ya la ciudad empezaba a volverse ruta. La mujer dijo esa noche, como lo hizo en 2012, que un Fiat amarillo y un Ford Falcon verde se estacionaron sobre la calle Buenos Aires, y un grupo de hombres jóvenes rodearon a Lescano, lo insultaron y lo metieron dentro del coche más grande.
Los hijos de Lescano no demoraron en enterarse, y sin hallar respuesta inmediata en las comisarías de la zona, decidieron ir por el hombre que manejaba la Policía: Antonio Robín Zaiek. Esa noche el ministro de Gobierno de Carlos Juárez estaba en Las Termas. En menos de una hora los hermanos irrumpieron en el casino, donde los más encumbrados de la clase alta iban a apostar: “Lo encaró Chacho pidiéndole explicaciones – recuerda Jorge – pero él se hizo el tonto, dijo que no sabía nada, y ahí empezamos a buscar por todos lados para tratar de encontrarlo”.
La noticia del secuestro corrió durante la madrugada y a la mañana siguiente se armó un equipo de búsqueda que en dos autos salió a recorrer la ciudad. Encabezaban los hermanos Lescano y su tío Edmundo. Junto con ellos iban dos colegas de peso de Luis Alejandro: el ex gobernador radical Benjamín Zavalía, y el peronista Fernando Lobo, que era entonces vocal del Tribunal de Cuentas, y se sentaría en el sillón de Ibarra dos décadas después, cuarenta días antes del Santiagueñazo.
Se entrevistaron primero con el jefe del Batallón de Infantería de Combate, Daniel Correa Aldana. Tampoco les dio respuestas. Fueron al juzgado Federal, y recorrieron todas las comisarías de la capital. Mientras corría la última semana de la democracia que se desmoronaba, hicieron llamados desesperados a sus contactos en Buenos Aires y Tucumán. Pero los días pasaron sin una sola pista del paradero de Lescano.
El martes 26 de marzo las fuerzas militares tomaron el control del Estado y Correa Aldana asumió el gobierno en Santiago. En el curso de horas se multiplicaron las detenciones, y la búsqueda de Lescano se detuvo. Se abalanzó la noche y duró años.

PozoDeVargas

A principios de julio de 2013 la familia de Lescano recibió la primera noticia de que sus restos estaban

en la localidad tucumana de Pozo de Vargas, aunque aún no les fue entregado.

Durante tres décadas, el viejo Lescano fue un espectro. Su rastro era una tenue sombra que se insinuaba, sin dejarse alcanzar.
En 1984 a la familia le pasaron la información de que habían encontrado cuerpos en la localidad de Cerrillos, que eran de desaparecidos en la dictadura. Jorge y su tío Edmundo acudieron rápidamente al lugar en una Torino rural, guiados por un baqueano. Sólo pudieron sacar unas fotos, que sirvieron para una investigación en la que se comprobó que se trataba de un grupo de jóvenes de la zona que habían sido calcinados y arrojados al descampado.
Chacho, que había sido electo concejal capitalino por el radicalismo en el 83, intentó avanzar en el terreno judicial. Reactivó la denuncia por el secuestro de su padre en el Juzgado de Crimen de Cuarta Nominación, a cargo de José Antonio Azar. Pero la causa no se movió.
Otumpa consultó con una pitonisa, que le dijo que su padre estaba en una habitación blanca, de paredes muy altas, y que hablaba a través de ellas con otros detenidos. Por un tiempo se dedicó a buscar, disimuladamente y sin mucha esperanza, edificios que se parecieran a los que la bruja le había descripto.
A mediados de los 90, Cristina Torres participó en una reunión de ex presos políticos en Buenos Aires. Allí conoció a Liliana Forchetti, que había estado el 24 de marzo en la Jefatura de Policía de Tucumán, un histórico centro clandestino de detención. Le contó que había estado encerrada junto a un centenar de presos, y que a su lado había un hombre mayor, de cabeza blanca que decía que era abogado, y que lo habían detenido hacía poco. Contó que el viejo le había dicho que se quedara tranquila, que lo más probable era que los trasladaran al Penal de Rawson, que iban a estar bien. Cristina cuenta hoy: “Ese día separaron a los que iban a legalizar como presos y a los que no. Liliana se salvó, porque la oficializaron como detenida. Pero no lo vio más a ese hombre que había intentado tranquilizarla, y no recordaba cómo se llamaba. Yo creo que era él”.
A principios de julio de 2013 fue Blanca quien recibió en Salta la primera noticia que le daba una certeza a la familia. En la localidad tucumana de Pozo de Vargas, el Equipo Argentino de Antropología Forense había estado trabajando durante diez años en una excavación donde se hallaban restos óseos de decenas de personas. Dentro de un zapato destruido había un puñado de pequeños huesos entre los jirones de una media: mediante un análisis de ADN, los científicos comprobaron que eran los restos de Luis Alejandro Lescano.
Un año antes, en el juicio por la Megacausa de Derechos Humanos, el caso del viejo Lescano fue uno de los investigados por la justicia. No se pudieron esclarecer todas las desapariciones, pero los represores Musa Azar, Juan Felipe Bustamante, Tomas Garbi, y Ramiro López Veloso fueron condenados a cadena perpetua por la privación ilegítima de la libertad y homicidio de más de una decena de jóvenes entre 1974 y 1976. Otros cinco acusados, que integraban las fuerzas de seguridad, recibieron penas menores.
Los condenados habían dado testimonios contradictorios sobre Lescano, pero confirmaron el seguimiento y el secuestro. “Era un trabajo del Ejército”, declaró Musa Azar, y confirmó que “por versiones”, sabía que se lo habían llevado a Tucumán.
En el octavo día del juicio, Rosa Cuevas de Vargas fue la primera en declarar, la mañana del 23 de mayo. Dio un breve testimonio media hora antes de lo que había sido previsto el día anterior, y los familiares no llegaron a cruzarse con ella.
Blanca viajó desde Salta para declarar, y vinculó la desaparición de su padre con la del ex gobernador de esa provincia, Miguel Ragone. Toda la estructura del Operativo Independencia en el NOA era y sigue siendo una de las principales preocupaciones de la hija de Lescano.
Otumpa, a su turno, señaló con el dedo a los represores, pero apuntó a la complicidad civil: “Estos tipos son monstruos, pero hacían los trabajos para otra gente, los verdaderos responsables están afuera y manejan la provincia hace cincuenta años”.
Jorge decidió no dar su testimonio en el juicio: “Recién he podido dormir bien después de 2013, cuando lo encuentran en Pozo de Vargas – cuenta hoy – todo el tiempo soñaba que mi papá volvía a casa y me despertaba”.
Chacho murió en 2002, cuando el régimen juarista llevaba ya seis años de regreso al poder, y en plena democracia había reincorporado a la función pública a los represores que habían sido su brazo armado en los 70.
Todavía nadie sabe cómo llegó Lescano de la Plaza Sarmiento a Pozo de Vargas. Sus restos aún no han sido entregados a la familia.

 

* Periodista, docente, investigador.

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